La calle está vacía. Ni un alma a la vista. Mi mirada perdida vaga ante el vacío absoluto que ha dejado la gente. Soledad intrigante, extravagante.
El gustillo húmedo y familiar de la lluvia se apelmaza en mi nariz. ¿Se aproxima una tormenta?, ni una nube en un cielo gris y áspero. Me preocupa. Trato de mirar hacia arriba y asegurarme pero no logro controlar mi propio cuerpo. No lo comprendo. Sigo el paseo hacia la nada.
Mis ojos no captan colores. Solo blanco y negro, como un sueño. Capto un sonido sordo, un pitido repelente. Abstraído de toda realidad, mi camino me lleva al paseo marítimo de una ciudad que abraza a la mar.
El cruce no me preocupa, nada me puede parar. En mi camino un caballo castaño disfrazado de hombre cabalgando sobre un payaso lleno de colores vibrantes, lunares, óvalos artificiales y otras figuras geométricas o irregulares de lo más descabelladas, plasmados y plasmadas sobre su bata sanitaria, su tutú salvaje y en su gorro de periódico y celofán que corona su peluca verde pistacho; nariz redonda y roja, sin nada en particular, con la felicidad escrita a base de risas, unas lágrimas rosas que decoran sus mejillas pálidas, una corbata oscura y triangular, además de unos zapatos de tacón muy altos. Esgrime una trompeta que no deja de sonar, morada de soplar. Me hace dudar. En su frente el neón brilla cada día más: miedo. Cruzo la calzada y llego a la acera de enfrente. El ruido se magnifica.
Las olas se enganchan, se enzarzan en un juego sin final, se divierten. Podría llegar a decirse que al agua vida le dan. Me llaman, me aclaman, ¡me emociono!,… me encanta. Subo al bordillo que diferencia a la acera de la arena, me dejo llevar.
Ya en la orilla, descalzo, la sal y el agua filtran y purifican los pasos que marcaron tantos caminos olvidados en recuerdos oxidados por el tiempo. El maldito sonido no deja de castigar a mi cabeza, ensañándose. Arrodillado ante semejante dolor, mi poca atención se posa en unos niños que juegan a crear formas en la arena, castillos de sueños que se esfumarán con la marea.
El zumbido para en seco cuando mi cabeza está a punto de estallar. Un corazón de cristal refleja una luna de metal, colgada inerte en el techo de mi habitación. Sobre mi cama, un disfraz. Una chica joven y voluptuosa me trata de engañar. Mallas y un traje rojo de neopreno ceñido hasta no dejarla casi ni respirar. Una chaqueta de cuero, pesada, con hombreras y coderas de acero y rock ‘n roll. Máscara con agujeros que muestran el verde del valor de su mirada. Melena castaña. Se levanta, y acaricia mi cara. Juega a no ganar. Gimotea. Se fija, enloquece y golpea varias veces. En miles de pedazos puntiagudos se desmorona mi voluntad. La pequeña luna se derrite.
Vuelvo a la playa, a la calidez de su sonrisa. Los niños ya no juegan. Mis amigos de verdad me esperan sobre la arena. Sonrío mientras les veo hablar entre carcajadas.
El agua me avisa, trae un mensaje. Una piedra de un alto voltaje. Me incorporo.
Vislumbro el horizonte, brillante. Pesa siendo pequeña y ligera. La lanzo contra la tranquilidad. Me doy la vuelta y todo se va a la mierda. Un profundo crujido y un prófugo e imponente caos irrumpen en escena. El pánico envuelve mi cuello, no me deja ni gritar. Retrocedo sobre mis pasos y preferiría no mirar.
Los cielos se me vienen encima y el agua, absorta, desafiante ante la gravedad, sube como un globo de helio. Me abandona sin más, como mi cuerpo. Secos mis desiertos donde no sopla ni el viento, muere lentamente el payaso de papel albal que jugaba al black-jack con su camello. Se jugaban el último canuto.
Despierto muerto de miedo.