Corría el tercer día de mayo de la Segunda Era, eras que comprendían milenios, allá por la Quinta estirpe Norrodina, príncipes elfos bajo las antorchas del mundo, es decir, de nuestro astro rey y su princesa lunar. Todo era fresco, vivo y hermoso, con algunos toques inertes, como desde el primer suspiro de la Tierra.
Se había levantado el viento de poniente para mecer a su antojo las frondosas coronas verdes de los bosques que poblaban la vasta provincia de Adëline, al oeste del estado de Aveneliiu. Refrescaba toda hoja, todo tallo y toda flor.
Al norte, las Montañas de la Mörraia serpenteaban al horizonte, marcando las fronteras del mastodóntico reino de Algravas, bajo el próspero mandato de la casa de Adlor. Al este los montes de Peregron se unían a la Mörraia más escueta. Al sur, incluso sureste, el lago Pritiach, hermano del perezoso cauce del río Ledda.
Todo ello se encontraba en el corazón de Euphiria, tierra de elfos y hombres.
Una nube de polvo se descubría de los claros que se escondían entre aquellas altas copas de los inmensos árboles del lugar, pobladores de aquellas mágicas escenas idílicas, brazos gigantescos de la tierra que parecían acariciar, agradecidos, al cielo tras la brisa matinal. Todos ellos sembrados, uno a uno, semilla a semilla, por pastores, alentadores de la llama del día y la sombra de la noche, antiquísimos, ancestrales. Tan viejos eran como piedras olvidadas y oxidadas, de caminos tan arcaicos que ni la arena que los velaba les recordaba.
Al fin, cuando se descubrieron ante las llanuras de Akrram, se les podía avistar. Igual, si se contaban de pasada y apresuradamente, llegaban a los quinientos hombres, todos a lomos de corceles celestiales, a cada cual más brillante de armadura y más largo de crines, levitando sobre los toscos hierbajos que cubrían aquellas praderas salvajes entre el follaje. Pero, si te parabas y te fijabas detenidamente, te dabas cuenta de que tan solo se trataban de ciento un hombres, caballeros de resplandeciente atavío, con sus pendones de nácar y platino tejidos, y sus alabardas y lanzas alzadas, como grandes dagas de pequeños dioses errantes.
En realidad, eran cien leones y un valiente, el mayor y mejor guerrero entre su gente.
Y ellos se enfrentaban, ante cientos, miles de esclavos de un falso y mezquino ser que se hacía llamar Tualam, el Rey Inquebrantable, procedente del sur más absoluto, en los pantanosos bajíos del mar negro de Tuk-Lös un mar rodeado de acero y piedra, que bañaba las orillas de sus demonios, nacidos todos ellos en áridas planicies desiertas y grises, como sus pérfidos corazones. La oscuridad prevalecía ante la carencia de almas libres e inocentes, calientes de amor y vida. Un farsante que servía a otro, más poderoso, más rencoroso, peligroso y mentiroso, el más cobarde y el más traidor de todos: Möngew, el caído.
Y ellos se enfrentaban, ante cientos, miles de esclavos de un falso y mezquino ser que se hacía llamar Tualam, el Rey Inquebrantable, procedente del sur más absoluto, en los pantanosos bajíos del mar negro de Tuk-Lös un mar rodeado de acero y piedra, que bañaba las orillas de sus demonios, nacidos todos ellos en áridas planicies desiertas y grises, como sus pérfidos corazones. La oscuridad prevalecía ante la carencia de almas libres e inocentes, calientes de amor y vida. Un farsante que servía a otro, más poderoso, más rencoroso, peligroso y mentiroso, el más cobarde y el más traidor de todos: Möngew, el caído.
Ahora y sin desviarnos del tema, aquel centenar de hombres galopaban, arengados por la espada y la furia. Desde hacía días perseguían a un pequeño ejército de salvajes y abominables criaturas, asesinas y cleptómanas todas ellas. Siervos del enemigo.
Habían ido cazando uno a uno a los que se quedaban rezagados sin ser descubiertos, pues aun no querían verse en una lucha abierta. Usaban el arco y la lanza. Así trataban de liberar las tierras invadidas y corrompidas de sus ancestros y mantener a raya y tras las fronteras al creciente mal que les apretaba cada día más como unos dedos invisibles e imprevisibles, de una oscura mano implacable.
Y en esas tierras se rebeló el grandioso poder de sus enemigos, para recordar un miedo casi olvidado, pues, sin ellos saberlo y mil veces más sigilosos que el ladrón elfo más curtido, o que el montaraz más audaz y maestro del ocultamiento, o incluso que ellos mismos, tras un largo día de refriegas y ajetreo vengativo, acechando su improvisado campamento a la orilla de un arroyo cristalino, tras cada arbusto y cada roca, había un bulto pestilente con dos ojos y un virote apuntándoles fríamente, preferiblemente al cogote. Y fue así como cayeron en una terrible emboscada.