Y allí se encontraba él, imponente ante el salvaje gris que se le avecinaba de un cielo atronador. Las avasalladoras olas rompían contra las rocas, como gigantes de fuego que buscan derretir a golpes a aquellas montañas de acero, en una batalla perpetua. Una mar embravecida que asombraba al muchacho, acongojado ante tremendo espectáculo de la naturaleza. Bello era el cielo y bello era el suelo mojado sobre el que se posaba. Un techo pintado tímidamente por los lazos resplandecientes de un sol rojo al atardecer.
- No puedes esperarme eternamente – le espetó la chica desde el filo de la puerta que daba a la casa abandonada en la que iban a pasar la noche. Incluso en un ambiente tan revuelto se llegaba a apreciar su trágico aroma – sé que no puedes.
- ¿Te atreves a desafiarme? – replicó el joven – claro que puedo, no sería la primera vez que te ame hasta el final de los tiempos.
- Sabes que eso solo pasa en los cuentos para niños y princesas.
- Y en mis sueños – determinó él.
Las primeras gotas mojaban el bello semblante del muchacho, tan solo perturbado por sus pensamientos.
- En serio, es imposible.
- ¿Qué quieres apostar?
- ¿Qué puedes ofrecerme?
Entonces el joven calló y pensó durante un segundo, mientras un destello electrizante iluminaba el oscuro horizonte.
- El mundo – contestó.
- ¿Entero?
- Entero – afirmó rotundamente, con una voz tan confiada y profunda que la joven no pudo evitar estremecerse de pavor.
El silencio fue un tanto incómodo.
- No existe corazón que pueda albergar tanto amor.
- No, amor no. Ya no. De todas maneras, ¿quieres explicárselo tú a él, a ver si así, con tus palabras, logra comprender su terrible error?
- ¿Qué error?
- ¿De verdad me lo preguntas? – dijo mientras se acercó a ella. A estas alturas de la conversación el joven se había girado hacia ella, dando la espalda al colérico temporal. Dio otro paso - ¿por qué me castigas de esta manera? ¿no es suficiente para ti mi escarmiento?
- ¿De verdad me lo preguntas? – repitió ella indignada – yo nunca he buscado esta situación.
- Pues henos aquí, con mi pecho susurrando nanas de quebranto, con un día a día pesado de tanto pensarte, con un dolor latente que me corrompe fervientemente.
La tormenta arreciaba. La joven salió también a mojarse.
- ¿Y qué podemos hacer? – su voz rayaba el llanto – no puedo arriesgarme más todavía. Tu amor dura lo que un suspiro. Efímero no es el adjetivo, ni fugaz ni veloz…
- Eterno es, más bien – afirmó él sin dudarlo.
Otro silencio incómodo, roto por rayos y truenos.
- No debemos, no podemos… – sus pupilas trataban de no posarse en el infinito azul de la mirada de aquel joven al que antes había amado tanto. Así cayó sobre sus propias rodillas, desolada.
Él se agachó ante ella.
- Sabes que no habrá vida en mí sin tu boca, ¿cierto?
Ella asintió con la cabeza. Sus cabellos empapados. Entonces, alzó el rostro de su amada con una leve caricia, y su otra mano se acomodó en su cuello y sus ojos se posaron en sus ojos y sus labios en sus labios. Y allí mismo, en aquella casa abandonada donde pasaron la noche, se hicieron uno. Y no descansaron hasta la mañana siguiente, cuando el despejado cielo cantó ante su ventana, con un Sol más que brillante y una mar más que tranquila.