La
noche se había estrellado contra la tierra. Las esponjosas nubes del día habían
mutado a unas escarpadas manchas grisáceas bajo la luz de aquel imperfecto
círculo blanco. En aquel ambiente muerto, no flotaba nada. La urbe se
estremecía, gritaba, como siempre.
Observando desde su refugio de
plomo, estaba él. Esperando mientras colocaba su atuendo.
Nadie precisaba de su
presencia. No fue llamado por ningún foco con su símbolo de identidad, si es
que tenía alguno. En lugar de la llamada de algún alto cargo, requiriendo de
sus servicios, un par de llamadas de su querida madre.
Se levantó de aquella cama, las
lágrimas habían dejado paso al odio. Llevaba aquel traje, aquella vestimenta
que le recordaba, noche tras noche, el por qué. Una blusa, con unas
inscripciones en el pecho derecho, y aquellos pantalones varias tallas mayores
de la necesitada por su cintura.
De nada le serviría evitar que
reconociesen su rostro. Estaba marcado.
No paraba de pensar en ello.
Podría salir y hacer uso de aquellos tortuosos dones. Sin duda era un peligro
para aquellos, también, desgraciados.
Bastaba con unos minutos cerca
de un varón para convertir sus genitales en un cementerio colgante. El mismo
tiempo que los óvulos de una hembra quedaban irradiados, inútiles, muertos.
Niños, aquellos a los que todos
ven inocentes por su aspecto. Él podía eternizar eso, podía acabar con el
crecimiento de aquellos indefensos iguales.
Un roce, quizás un intercambio
de saliva, con una mujer hospedando un embrión, para hacer que este adquiriese
mil tipos de malformaciones o tumores. La inducción de abortos parecía el más
horrible de sus poderes.
Ni arañas mutantes, ni orígenes
alienígenas, ni años basados en el aprendizaje de técnicas de lucha ocultas.
Sus capacidades provenían de una simple y pequeña pastilla. Un recipiente de
Yodo 131. Lo mismo que le salvaba, le condenaba. Convertido en aquel peligro, o
morir.
¿Su criptonita? Los caramelos
de limón. Le hacían expulsar su radiación en forma de saliva.
Estos caramelos y el ir
repetidamente a orinar. Eran los recordatorios de que aquella maldición, era
temporal. Tan temporal como el tiempo sin ella.
Volvió a sentarse en aquella
cama. Recordó la mampara de plomo a través de la cual le servían la comida.
Recordó lo que podría ser de la enfermera que se olvidase de estas precauciones
tomar. Se sintió un monstruo.
Nada que ver con superhéroes
justicieros o supervillanos consumidos por el odio. Tenía 12 años. Tenía sueño.
Tenía miedo.
Aún permanecería varias noches
en aquella habitación de aislamiento.
Miró de nuevo por la ventana de
cristal doble, quedaban varias horas para que aquel gigante de luz volviese a
iluminar la habitación. Quedaban horas para que la programación infantil
volviese a la televisión.
Se puso los guantes, y cogió el
teléfono. Tenía miedo. Quería escuchar la voz de mamá.