Sobre
el reflejo del charco de orines, se difuminó el paso de aquellos tacones,
perturbado por sus botas acartonadas. Lleva tanto tiempo esperando, tanta
vuelta de reloj paseando. El horizonte huele y su perfume se nubla.
Y
apretó los dientes.
Relajado,
comprando una cerveza a aquel hindú. Esta vez se la bebería. Como ya se la
bebieron a ella.
Cambio
de planes. Más amargo se torna el suelo.
Apestaba
a su vómito. Apestaba a sus lágrimas. “¿Cual es cual?“ “Dejadme en paz malditas
niñatas.” “¿Viene o no viene?” Estaba divagando.
Siempre
la misma ciudad. Siempre el mismo pelo. Siempre el mismo rímel.
Nunca
se había drogado. Se mordisqueaba el brazo. Se dejaba hipnotizar por las
farolas para que la luz no le dejase verla.
Esos
niños no crecerán sanos. No si crecen dependiendo de alguien como ella.
- Me
duelen los huevos
-
¿Quiere comer algo?
- ¿No
ves qué me estoy meando encima?
¿Cuántos
navajazos caben en sus brazos? Tantas como entradas en su diario.
No sé
escribir, cierro los ojos y dejo que la mugre de mis dedos surque líneas en
paredes blancas.
Intentó
un alunizaje craneal contra el tan visitado portal. El magenta en su rostro le
afeaba. De una patada se tumbó a sí mismo. Crujió la articulación de su
codo y con sus amorcillados dedos dejó aquel papel.
Soy el
vagabundo ebrio de tu avenida, que cada vez que pasas por delante, coge y se
suicida.
Y se
fue. Cruzándose en el camino de los gatos negros.
Con el
caminar del que golpea el asfalto cada amanecer. Con las ganas de morir que
dejó ese escote lleno de manos.
Relamerse
el bigote y recordar que habrá mañana para desayunar.