- No van a molestarnos más, te lo prometo.
- ¿Cómo puedes estar tan seguro? – Se apartó de golpe del
torso desnudo de su acompañante.
- ¿Desde cuándo prometo en vano?
- Odio que respondas con otras preguntas.
Esta vez se acercó el.
- Vamos relájate. Estamos solos. Ahora mismo no le interesamos
a nadie.
- Mírame y dime qué ves. – Tras recogerse el pelo con una
desgastada goma, se puso enfrente de él, con el rostro ridículamente serio.
- Tienes que dejar de ver esas estúpidas películas de amor. –
Con una risilla ladeó la cabeza y mientras retorcía algunos pelos de su perilla comenzó a decir: - Veo unos terribles
labios rojos. Veo unos ojazos que arrastran unas ojeras aún mayores.
- ¡Qué te jodan!
Arremetió contra ella tan súbitamente que esta pensaba que
sus labios se iban a partir. En cuestión de segundos estaban otra vez en el
suelo.
- Se lo que has sufrido…
- No te compadezcas de mí, yo no lo hago. Además, tú tampoco
lo has tenido fácil.
- No soy ninguna princesita – Dijo incorporándose. – Aún así,
mírate. Tu mirada grita necesitar descansar para siempre.
- Al contrario que la tuya.
En la mente de aquel perturbado se dibujaba la figura de la
mujer que tenía delante, con un aspecto casi celestial. La piel de la fémina
cobraba una textura cristalina, brillante, que reflejaba todo el espectro
lumínico de la triste lámpara que iluminaba el cuarto. Y esos labios que
fulguraban en un rojo rabioso, al igual que algo en su cabeza y su pecho. Pensó
que de acercarse quedaría calcinado. Estaba deseando intentarlo.
- Se justamente lo que piensas, y no. No soy ninguna
divinidad. – Se puso de pie. Se acercó a la mesilla del motel y apartando
varios inservibles objetos del desordenado cajón, sacó un cuchillo. –
Quiero que veas cómo sangro.
Pese a que aquel cuchillo parecía absolutamente desafilado,
se deslizó por la muñeca de la mujer, quién pareció no inmutarse, de manera
firme y arrastrando un fluido de sangre brillante.
- ¿Por qué lo has hecho?
- ¿Qué vas a hacer ahora?
- Voy a hacértelo hasta que mueras desangrada.