La sala era más
grande de lo que cabría esperar, sin esquinas. Tan solo una silla de paja en el centro, siempre
dándole la espalda.
Había tres puertas.
Escogió la de su izquierda, pues los gemidos tras ella le eran más familiares.
¡Qué pasillo! Tan
largo como el horizonte. No se veía el final pero aun así, corrió. Corrió tanto
como le dieron sus piernas. Las paredes le susurraban a gritos. Les respondió
gritando él también. Sintió un golpe y, de repente, estaba volando envuelto en
millones de astillas podridas. Cayó en medio de otra habitación, jadeando,
exultante.
Al levantarse, se
topó con su frente. Sus ojos, profundos pozos negros cubiertos por telones de
niebla. Al echar mano de su machete, se evaporó al instante, con una risa muda
y cruel.
Se sacudió el
polvo, el tiempo pasado quizás. Cruzó otro arco, esta vez de mármol
violeta, y encontró la tercera escalera. Al poner un pie sobre el primer
escalón masculló una maldición. Cuatro hijas, cuatro escaleras, pensó. Cuando
quiso resarcirse de su imprudencia, se dio cuenta de que no podía. Unos lazos
negros se lo impedían. Le habían agarrado de la bota derecha.
El pánico se
apoderó de él, infalible. Derribado en el suelo, trató de zafarse de
aquel abrazo letal. Sacó el puñal cuando empezó a sentir aquellos tentáculos
tan ácidos avanzando por su pantorrilla. Estocadas al aire, en vano. Al final,
decidió abandonar allí su zapato y un buen rastro del nailon de su más que
harapiento y destrozado pantalón. Se quedarían para siempre en el camino, como
advertencia.
Una vez calmado, se encontró ante el umbral de una pequeña cocina. Dentro, un frigorífico, una
encimera que cubría una pared entera y, bajo la única ventana que había, se
oxidaba el fregadero. Las cortinas, roídas y grises. Una pequeña mesa donde se
suponía que alguien había comido. El plato estaba vacío, al menos.
Distinguió a través
de una puerta entreabierta, opuesta y gemela a la que acababa de dejar atrás, el pie de su camino. Necesitaba de
todo el silencio que no había esgrimido antes ya que, durante todo el viaje en el interior de aquel
antro, sus
prendas no habían parado de chirriar al rozarse.
Así pues, decidió apearse de su ancho abrigo, escudo contra la sucia
intemperie, de su arco y su última bota y del despojo que le quedaba por pantalón, y emprendió lo que le quedaba de cometido descalzo y en paños
menores.
Al menos, unos
calzones desgastados y una camiseta roñosa de tirantes ocultaban su temeraria
locura. La daga en la mano, bien firme.
Sorprendido, un
gato remoloneó entre sus piernas.
Tal vez otro día,
bicho.
Subió, subió lo que
le pareció una eternidad.
Arriba y ante él se
presentaba el enésimo pasillo. Dos puertas en cada pared, a excepción de una
tercera a la izquierda, ligeramente separadas todas ellas. Sabía que no se
encontraba allí.
Nuevamente equivocado,
aquella maldita bola de pelo le indicó el camino, desvelando también así su
propia posición. Se paró y se sentó, casi como esperándole. Como odiaba a ese
estúpido gato.
Le siguió a
hurtadillas, mientras vigilaba con el rabillo del ojo cualquier movimiento. En una de las habitaciones, una de esas fantasmales chiquillas se
peinaba y mesaba su larga y fogosa melena, sentada ante su tocador. El filo
metálico de su celda tapaba su rostro. Por una vez, dio las gracias.
Llegó y
salió.
La puerta daba a un
balcón que no había visto antes. Pero allí estaba, ancho, firme y sólido. Se
extendía como si de un brazo se tratase, delimitado por una muralla de piedra
apagada. Hasta su cintura de altura, formado por hombres tallados en latón
ejerciendo de columnas. Apoyada sobre sus hombros, sujetaban humillados sobre
una rodilla una pesada y gruesa baranda de hierro, ocultando el sufrimiento de
su alma imaginaria con las cabezas gachas.
Desenvainó su temible mandoble.
La mujer se alzaba,
terrible ante él. Alta y joven, para su sorpresa. Ningún ápice de fragilidad o
debilidad. Imponente.
Tampoco vio ninguna
flecha, ni tan siquiera un escaso charco de sangre. Pensó que de haberlo
habido, su vestido negro se lo habría tragado, ominoso y sediento.
Qué idiota.
Se sentía
estúpido.
Casi desnudo,
tiritando de frío y con aquel trozo de acero que, probablemente, al
tratar de morder aquel cuello se doblaría.
No sabía que expresaba su mirada,
pero a aquella mujer parecía satisfacerla. Casi podía palparlo, paladear su
placer y su descaro.
Su mirada felina y
púrpura parecía violarle.
No, tampoco sabía
donde había ido a parar aquel minino traidor. Quizás hubiera huido con su
flecha, traidora también ella.
El silencio rayaba
el viento que removía sus cabellos.
- Bésame - oyó decirle antes de que se partiera el mundo tras su voz.
Dudas.
Notó el calor que brotaba de ella, como si se tratase de una estrella disfrazada.
Como si de la
punta de cada uno sus dedos destilara belleza y hielo.
De su pelo y de su vello manaba vida y fuego.
De sus candentes labios rosados, pasión desmedida e infinita.
Se acercó.