Inmerso en un bosque, oscuro y sombrío.
Sometido al silencio. Vida a la huida, en coma. Siquiera el viento me susurra al pasar.
Nadando en vacío, entre fantasmas, bajo un manto de brisas que no esperarán a nadie.
Veo un árbol viejo. Dentro de su soledad, luce una ligera bruma mortecina que revolotea a su alrededor. Llena de matices tristes el lugar.
Vapor resplandeciente, púrpura.
Tallado en él veo una cara. Un rostro alargado de melancolía, grotesco y envejecido por el tiempo,
por el roce de tus ventiscas.
Aparentemente hueco, pues su interior rebosa;
Canto clavado en su aliento, trémulo.
Mirada desafiante,
toda ira,
repleta de odio.
Altiva, te fija.
Retiene.
Sentencia.
Ramas invadidas de hojas de sangre,
de trovadoras que entonan una nana miserable.
Me hallo corriendo, azuzado por pura cobardía, a la altura de sus raíces,
arrastrando fardos de lágrimas.
Múltiples semblantes me persiguen. El horror se multiplica en cada tronco.
Una carcajada marchita se divierte.
Garras de hielo se vierten sobre mi cuerpo,
me aprietan para no ser el final.
Verás.
(Pausa)
Había dos toros: bravos, negro y blanco.
El tipo iba deambulando por la misma calle, y se encontró una plaza al aire libre, abierta y sin tapujos.
Al mirar delante, se encontró un atardecer,
tan próximo como veloz,
tan raudo que el parpadeo le sugirió destello.
Y llegó. Al mirar atrás, un kiosko y un par de bares empotrados en un sucio bloque de apartamentos.
Una bufanda del Betis. (¿Y por qué no?)
Voces que no se entienden, que bordean el murmullo.
Vaya, cuando vuelve, los toros siguen toreándose,
como dos púgiles sin cuerdas a las que encomendarse.
Ahí llega el árbitro, un pelele de peluca rizada y lanza en ristre.
Falla y le cornean.
Una de las bestias se ensaña,
y el blanco muerde al negro con sus pitones.
Maldita sea, la gente aúlla.
Cuando te acercas, ya no quedan ni los cuernos. Hay dos puntos pálidos de oscuridad,
pero también gritos brutales, llantos inútiles.
Te acercas a los dos jóvenes.
Están clavados a lo que supones que es un burladero. Ahora, transmutado, podría ser cualquier cosa.
Fijado el horizonte,
no tienen destino aquellas miradas,
no tienen brillos aquellas almas,
No tienen.
Tienen bultos que laten.
Que se mueven, de arriba al caos, y viceversa.
Que les están comiendo las entrañas de la carne, y revientan en mares de arañas negras, que devoran la luz y la sangre, que engullen aquel líquido bosque rojo.
(Pausa)
No-despierta de su no-descanso.
Se escabulle de aquel cubil y toma las escaleras,
como una sombra fugitiva.
Una penumbra nueva.
Abajo.
Tuerce tras el pasillo y se enfrenta a su puerta. Ni se lo piensa, y entra a la habitación que guarda tras ella.
Desconocida. Silencioso hurto. Intrusión.
En la cama descansa.
Se para.
Sin prisa, se cuela tras las sábanas.
Ella sigue durmiendo.
E imagina, allí tendido, mientras contempla.
Se infiltra en sus sueños,
breve
desordenándolo todo.
Arde.
Acerca su tacto a su piel, a la ropa que la cubre, que la envuelve, prisionera,
y la arrastra.
Le acaricia a la altura de su caminar.
Sube, se recrea en la pausa finita. No pretende parar jamás.
Solo quiere encenderse como una cerilla, prender aquella dama bajo el calor de su fósforo, de su presencia inquisitiva.
Sigue escalando, se encuentra con sus caderas.
La curva de la vida.
La curva de la vida.
Casi se sale.
Al fin, llega.
Aprieta, bien fuerte.
Nota como cambia su postura, como empieza a perturbarse.
Como siente su calor.
Se agarra, más fuerte. Más mía.
Ella despierta del todo, se estremece. No comprende el placer que la invoca, y se sorprende, porque aquel descaro le asusta.
Su mano libre le tapa la boca, pero nunca con violencia. Ella lo nota. Ni se vierte ni se miente, todavía. Siente más.
El deseo es tan ácido y corrosivo, tan suyo.
El deseo es tan ácido y corrosivo, tan suyo.
Tanto fuego, que late.
Lucha por contenerse,
pero la atadura que la mantenía muda cae,
liberando sus labios al gemido de su sed.
La noche se adentra, seduciendo aquel desvelo, jugando a ser cómplice.
La tiene totalmente atada, y ella se descubre; aprieta su cuerpo contra su nudo.