A veces desearía, que de hielo fuera mi cuerpo, y que un
cristal impenetrable fuera mi corazón.
Me da igual todo lo demás. Que le den al tiempo, que le den
al viento, no necesito ni respirar.
Necesito el aroma de tu pelo, el calor de tu voz en mis
huesos, tus caricias en mi piel, tus besos.
A veces me arrepiento. Entonces me desvanezco. No es que me
desmaye, simplemente, desaparezco.
Te odio.
Prefiero, ante miles de años de amistad, miles de noches de
intimidad. Húmedos y desnudos, juntos, unidos, enredados entre las sábanas,
gemidos que arañan, mientras atrapo tus cabellos con mis dedos.
Soledad.
Perdido en las profundidades de tu belleza.
Cautivo de tus ojos, girasoles marrones quemados por los
bordes, con los colores del Sol más resplandeciente.
Prisionero de tus labios de fuego, tan ardientes que abrasan
hasta el frío miedo que domina este agarrotado y feo corazón.
Hecho de piedra, tan pesado cada latido que prefiero no
sentirlos.
Intentaría quemar cada día de mi vida, contigo.
Y nunca volver a dormir. Nunca volver a soñar. Nunca volver
a amar. Te. Negar la realidad.
Jamás lo hice, pero sonaba tan bien.
Sé que mentir no es mi fuerte.
La cama no está hecha para mi desvelo por tu anhelo.
Deseo encontrarte en mis sueños pero, cuando quiero, no
puedo. Siempre corres más deprisa que yo.
Desconocidos.
Tal vez, quizás, nunca fuéramos hechos para estar juntos.
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