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"A falta de una imagen, buenas son las mil palabras."

Inspiración hecha pedazos (IV)


Mudo te grito.

El viento se rasga con mis palabras.
El tiempo se rompe con tu silencio.
El frío me quema los huesos.
Cenizas blancas tosen de miedo.
Rugidos marchitos que arañan tu rostro.

De ti, me como tu imagen.
De mí, me bebo los sesos.
Así, rebaño los restos.

Tu indiferencia me hierve los nervios, me abrasa por dentro, me escupe por fuera.

Si supieras las ganas que tengo de estrecharte entre mis brazos
y así quebrar tu respirar suicida,
e impregnar mi alma herida de tu huidiza presencia,
hundir mi semblante en el castaño estanque de tu melena,
en tus cabellos de oro mestizo,
de cobre enfermizo.

Perderme en la comisura de tus besos,
abrasarme en el relente de dos soles nacientes,
espuma de un mar voraz e incansable, dulce y brillante.

Tu vientre, planicie letal, pálida y anacarada.
La eternidad de tus pechos.
El susurro que eriza tu vello.
Tacto bipolar sobre tu piel.

Morirse valdría la pena
encerrado entre los muros de tu sed,
entre la tormentosa brisa de tu aliento,
de tu hálito, barrotes de hielo,
de hiel sobre campos de fuego.
Publicado por Cabeza de Turco el jueves, febrero 14, 2013
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Etiquetas: Cabeza de Turco, Inspiración hecha pedazos 0 comentarios

Las cuatro sombras de una llama (y II)


La sala era más grande de lo que cabría esperar, sin esquinas. Tan solo una silla de paja en el centro, siempre dándole la espalda.


Había tres puertas. Escogió la de su izquierda, pues los gemidos tras ella le eran más familiares. 

¡Qué pasillo! Tan largo como el horizonte. No se veía el final pero aun así, corrió. Corrió tanto como le dieron sus piernas. Las paredes le susurraban a gritos. Les respondió gritando él también. Sintió un golpe y, de repente, estaba volando envuelto en millones de astillas podridas. Cayó en medio de otra habitación, jadeando, exultante.

Al levantarse, se topó con su frente. Sus ojos, profundos pozos negros cubiertos por telones de niebla. Al echar mano de su machete, se evaporó al instante, con una risa muda y cruel.

Se sacudió el polvo, el tiempo pasado quizás. Cruzó otro arco, esta vez de mármol violeta, y encontró la tercera escalera. Al poner un pie sobre el primer escalón masculló una maldición. Cuatro hijas, cuatro escaleras, pensó. Cuando quiso resarcirse de su imprudencia, se dio cuenta de que no podía. Unos lazos negros se lo impedían. Le habían agarrado de la bota derecha.

El pánico se apoderó de él, infalible. Derribado en el suelo, trató de zafarse de aquel abrazo letal. Sacó el puñal cuando empezó a sentir aquellos tentáculos tan ácidos avanzando por su pantorrilla. Estocadas al aire, en vano. Al final, decidió abandonar allí su zapato y un buen rastro del nailon de su más que harapiento y destrozado pantalón. Se quedarían para siempre en el camino, como advertencia.

Una vez calmado, se encontró ante el umbral de una pequeña cocina. Dentro, un frigorífico, una encimera que cubría una pared entera y, bajo la única ventana que había, se oxidaba el fregadero. Las cortinas, roídas y grises. Una pequeña mesa donde se suponía que alguien había comido. El plato estaba vacío, al menos.

Distinguió a través de una puerta entreabierta, opuesta y gemela a la que acababa de dejar atrás, el pie de su camino. Necesitaba de todo el silencio que no había esgrimido antes ya que, durante todo el viaje en el interior de aquel antro, sus prendas no habían parado de chirriar al rozarse.
Así pues, decidió apearse de su ancho abrigo, escudo contra la sucia intemperie, de su arco y su última bota y del despojo que le quedaba por pantalón, y emprendió lo que le quedaba de cometido descalzo y en paños menores.
Al menos, unos calzones desgastados y una camiseta roñosa de tirantes ocultaban su temeraria locura. La daga en la mano, bien firme. 

Sorprendido, un gato remoloneó entre sus piernas.

Tal vez otro día, bicho.

Subió, subió lo que le pareció una eternidad. 

Arriba y ante él se presentaba el enésimo pasillo. Dos puertas en cada pared, a excepción de una tercera a la izquierda, ligeramente separadas todas ellas. Sabía que no se encontraba allí. 

Nuevamente equivocado, aquella maldita bola de pelo le indicó el camino, desvelando también así su propia posición. Se paró y se sentó, casi como esperándole. Como odiaba a ese estúpido gato.

Le siguió a hurtadillas, mientras vigilaba con el rabillo del ojo cualquier movimiento. En una de las habitaciones, una de esas fantasmales chiquillas se peinaba y mesaba su larga y fogosa melena, sentada ante su tocador. El filo metálico de su celda tapaba su rostro. Por una vez, dio las gracias.

Llegó y salió. 

La puerta daba a un balcón que no había visto antes. Pero allí estaba, ancho, firme y sólido. Se extendía como si de un brazo se tratase, delimitado por una muralla de piedra apagada. Hasta su cintura de altura, formado por hombres tallados en latón ejerciendo de columnas. Apoyada sobre sus hombros, sujetaban humillados sobre una rodilla una pesada y gruesa baranda de hierro, ocultando el sufrimiento de su alma imaginaria con las cabezas gachas.

Desenvainó su temible mandoble.

La mujer se alzaba, terrible ante él. Alta y joven, para su sorpresa. Ningún ápice de fragilidad o debilidad. Imponente.

Tampoco vio ninguna flecha, ni tan siquiera un escaso charco de sangre. Pensó que de haberlo habido, su vestido negro se lo habría tragado, ominoso y sediento.

Qué idiota.

Se sentía estúpido. 
Casi desnudo, tiritando de frío y con aquel trozo de acero que, probablemente, al tratar de morder aquel cuello se doblaría. 
No sabía que expresaba su mirada, pero a aquella mujer parecía satisfacerla. Casi podía palparlo, paladear su placer y su descaro.

Su mirada felina y púrpura parecía violarle.

No, tampoco sabía donde había ido a parar aquel minino traidor. Quizás hubiera huido con su flecha, traidora también ella.

El silencio rayaba el viento que removía sus cabellos.

- Bésame - oyó decirle antes de que se partiera el mundo tras su voz.

Dudas.

Notó el calor que brotaba de ella, como si se tratase de una estrella disfrazada. 
Como si de la punta de cada uno sus dedos destilara belleza y hielo.
De su pelo y de su vello manaba vida y fuego. 
De sus candentes labios rosados, pasión desmedida e infinita.

Se acercó.

Publicado por Cabeza de Turco el miércoles, febrero 06, 2013
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Etiquetas: Cabeza de Turco, Las cuatro sombras de una llama 0 comentarios

Las cuatro sombras de una llama (I)



No se atrevía a salir de la habitación. Todo más oscuro a cada paso, tan solo percibía su agitada respiración y sus histéricos lamentos. El sudor le caía por la espalda y le levantaba ampollas y provocaba heridas, le marcaba surcos sobre su temerosa piel.

------------------------

Tenía que matarla.

Ese era su oficio, asesino.

Se enganchó su menguada hoja a la cintura, su infalible arco con un par de flechas a la espalda y salió a la nada.

Tardó poco en orientarse, a pesar del frío infernal que corrompía fuera. Dio un buen paseo hasta que llegó a una casa antigua, imperial, un palacio gélido y decrépito que aún albergaba vidas más muertas que sus muros de piedra. Oculto, intentado no mojarse con los primeros rayos del sol de la mañana, se acercó sigiloso, como siempre, y entonces, el cartucho le rozó la oreja derecha.

Cuerpo a tierra, logró arrastrarse hasta un pequeño muro de piedra que velaba por un descuidado jardín marchito. Allí se estampó un proyectil más, mientras aquella mujer berreaba sin sentido. Vestía de negro, de pies a cabeza. Se podía distinguir hasta un collar de perlas negras sobre su níveo cuello. Una llama por melena, recogida sobre su pálido rostro. Rasgos desgastados y demacrados por el inmisericorde tiempo y el encierro eterno. Sus manos, ancianas y temblorosas, sujetaban la escopeta de caza con la que le estaba dando la bienvenida.

La situación era complicada, pero consiguió arreglárselas para colarla por la ventana desde la que se asomaba, y la mujer y la flecha fueron engullidas por la oscuridad del interior. Aprovechó el momento para adentrarse en aquella cueva de los horrores, pues no le habían pagado por una promesa.

Dentro, el terror era más nítido. Recibidor amplio, sin puertas a los lados, tan solo una, solitaria, al fondo, tras un pasillo largo, lóbrego y tenebroso. Reposaban colgados en ambas paredes retratos de antiguos jóvenes, incluso algún que otro viejo arrogante, con sus bigotes incandescentes sobre su faz nervuda. Todos con mares de fuego sobre sus cabezas, ardientes y desafiantes. Sus trajes e insignias, símbolos de su antiguo prestigio y su olvidado poder, aún infundían respeto. En cambio, sus ojos rebosaban de un vacío tétrico, mientras que, sus labios, se mostraban tan apretados como las hebras de cuero de un látigo.

Avanzó ante aquella exposición tan demencial. 

Recordaba los aspectos de su misión: Debía encontrar en el valle una casa colonial antiquísima, en la que descansaba una atormentada mujer con sus febriles y esclavizadas hijas. Cuatro en total: pelirrojas, pálidas y vestidas como las sombras, pues eso eran de la madre, sombras ingenuas y fantasmales.

A medida que se iba adentrando, la casa era más peculiar de lo que parecía. Había cuatro escaleras perdidas que tenía que encontrar, pero solo una subía hacia su destino. Las demás, bajo el influjo de una magia harta olvidada, llevaban a destinos que nadie habría sabido imaginar. Se decía que una vez en la cima del último escalón, jamás volverías.

Por lo tanto, después de haber dejado atrás pasillo y recibidor, desechó la primera escalera que le esperaba en aquella lujosa habitación, tan pulida y brillante, en la que se encontraba. Demasiado esplendoroso y sencillo sería llegar a su destino sobre escalones enmoquetados, bajo la luz reflejada en los cristales de una inmensa lámpara victoriana, ¿no creen?

La estancia daba a una especie de salón tras un arco emperifollado hasta decir basta. Sin muebles era difícil de saber el cometido de aquella habitación. Al otro lado se encontró con otra escalera pegada a la pared de la izquierda, con una salida de madera blanca pegada a su costado. 

Sin dudar, entró.
Publicado por Cabeza de Turco el martes, febrero 05, 2013
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