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Las cuatro sombras de una llama (I)



No se atrevía a salir de la habitación. Todo más oscuro a cada paso, tan solo percibía su agitada respiración y sus histéricos lamentos. El sudor le caía por la espalda y le levantaba ampollas y provocaba heridas, le marcaba surcos sobre su temerosa piel.

------------------------

Tenía que matarla.

Ese era su oficio, asesino.

Se enganchó su menguada hoja a la cintura, su infalible arco con un par de flechas a la espalda y salió a la nada.

Tardó poco en orientarse, a pesar del frío infernal que corrompía fuera. Dio un buen paseo hasta que llegó a una casa antigua, imperial, un palacio gélido y decrépito que aún albergaba vidas más muertas que sus muros de piedra. Oculto, intentado no mojarse con los primeros rayos del sol de la mañana, se acercó sigiloso, como siempre, y entonces, el cartucho le rozó la oreja derecha.

Cuerpo a tierra, logró arrastrarse hasta un pequeño muro de piedra que velaba por un descuidado jardín marchito. Allí se estampó un proyectil más, mientras aquella mujer berreaba sin sentido. Vestía de negro, de pies a cabeza. Se podía distinguir hasta un collar de perlas negras sobre su níveo cuello. Una llama por melena, recogida sobre su pálido rostro. Rasgos desgastados y demacrados por el inmisericorde tiempo y el encierro eterno. Sus manos, ancianas y temblorosas, sujetaban la escopeta de caza con la que le estaba dando la bienvenida.

La situación era complicada, pero consiguió arreglárselas para colarla por la ventana desde la que se asomaba, y la mujer y la flecha fueron engullidas por la oscuridad del interior. Aprovechó el momento para adentrarse en aquella cueva de los horrores, pues no le habían pagado por una promesa.

Dentro, el terror era más nítido. Recibidor amplio, sin puertas a los lados, tan solo una, solitaria, al fondo, tras un pasillo largo, lóbrego y tenebroso. Reposaban colgados en ambas paredes retratos de antiguos jóvenes, incluso algún que otro viejo arrogante, con sus bigotes incandescentes sobre su faz nervuda. Todos con mares de fuego sobre sus cabezas, ardientes y desafiantes. Sus trajes e insignias, símbolos de su antiguo prestigio y su olvidado poder, aún infundían respeto. En cambio, sus ojos rebosaban de un vacío tétrico, mientras que, sus labios, se mostraban tan apretados como las hebras de cuero de un látigo.

Avanzó ante aquella exposición tan demencial. 

Recordaba los aspectos de su misión: Debía encontrar en el valle una casa colonial antiquísima, en la que descansaba una atormentada mujer con sus febriles y esclavizadas hijas. Cuatro en total: pelirrojas, pálidas y vestidas como las sombras, pues eso eran de la madre, sombras ingenuas y fantasmales.

A medida que se iba adentrando, la casa era más peculiar de lo que parecía. Había cuatro escaleras perdidas que tenía que encontrar, pero solo una subía hacia su destino. Las demás, bajo el influjo de una magia harta olvidada, llevaban a destinos que nadie habría sabido imaginar. Se decía que una vez en la cima del último escalón, jamás volverías.

Por lo tanto, después de haber dejado atrás pasillo y recibidor, desechó la primera escalera que le esperaba en aquella lujosa habitación, tan pulida y brillante, en la que se encontraba. Demasiado esplendoroso y sencillo sería llegar a su destino sobre escalones enmoquetados, bajo la luz reflejada en los cristales de una inmensa lámpara victoriana, ¿no creen?

La estancia daba a una especie de salón tras un arco emperifollado hasta decir basta. Sin muebles era difícil de saber el cometido de aquella habitación. Al otro lado se encontró con otra escalera pegada a la pared de la izquierda, con una salida de madera blanca pegada a su costado. 

Sin dudar, entró.
Publicado por Cabeza de Turco el martes, febrero 05, 2013
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Etiquetas: Cabeza de Turco, Las cuatro sombras de una llama

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