No se atrevía a salir de la
habitación. Todo más oscuro a cada paso, tan solo percibía su agitada
respiración y sus histéricos lamentos. El sudor le caía por la espalda y le
levantaba ampollas y provocaba heridas, le marcaba surcos sobre su temerosa
piel.
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Tenía que
matarla.
Ese era su oficio, asesino.
Se enganchó
su menguada hoja a la cintura, su infalible arco con un par de flechas a la
espalda y salió a la nada.
Tardó poco en
orientarse, a pesar del frío infernal que corrompía fuera. Dio un buen paseo
hasta que llegó a una casa antigua, imperial, un palacio gélido y decrépito que
aún albergaba vidas más muertas que sus muros de piedra. Oculto, intentado no
mojarse con los primeros rayos del sol de la mañana, se acercó sigiloso, como
siempre, y entonces, el cartucho le rozó la oreja derecha.
Cuerpo a
tierra, logró arrastrarse hasta un pequeño muro de piedra que velaba por un
descuidado jardín marchito. Allí se estampó un proyectil más, mientras aquella
mujer berreaba sin sentido. Vestía de negro, de pies a cabeza. Se podía distinguir hasta un collar de
perlas negras sobre su níveo cuello. Una llama por melena, recogida sobre su
pálido rostro. Rasgos desgastados y demacrados por el inmisericorde tiempo y el
encierro eterno. Sus manos, ancianas y temblorosas, sujetaban la escopeta de
caza con la que le estaba dando la bienvenida.
La situación
era complicada, pero consiguió arreglárselas para colarla por la ventana desde
la que se asomaba, y la mujer y la flecha fueron engullidas por la oscuridad
del interior. Aprovechó el momento para adentrarse en aquella cueva de los
horrores, pues no le habían pagado por una promesa.
Dentro, el terror
era más nítido. Recibidor amplio, sin puertas a los lados, tan solo una, solitaria,
al fondo, tras un pasillo largo, lóbrego y tenebroso. Reposaban colgados en
ambas paredes retratos de antiguos jóvenes, incluso algún que otro viejo
arrogante, con sus bigotes incandescentes sobre su faz nervuda. Todos con mares
de fuego sobre sus cabezas, ardientes y desafiantes. Sus trajes e insignias,
símbolos de su antiguo prestigio y su olvidado poder, aún infundían respeto. En cambio, sus ojos rebosaban de un vacío tétrico, mientras que, sus labios, se
mostraban tan apretados como las hebras de cuero de un látigo.
Avanzó ante
aquella exposición tan demencial.
Recordaba los aspectos de su misión: Debía
encontrar en el valle una casa colonial antiquísima, en la que descansaba una atormentada
mujer con sus febriles y esclavizadas hijas. Cuatro en total: pelirrojas,
pálidas y vestidas como las sombras, pues eso eran de la madre, sombras
ingenuas y fantasmales.
A medida que
se iba adentrando, la casa era más peculiar de lo que parecía. Había cuatro
escaleras perdidas que tenía que encontrar, pero solo una subía hacia su
destino. Las demás, bajo el influjo de una magia harta olvidada, llevaban a destinos que nadie habría sabido imaginar. Se decía que una vez en la cima del
último escalón, jamás volverías.
Por lo tanto,
después de haber dejado atrás pasillo y recibidor, desechó la primera escalera
que le esperaba en aquella lujosa habitación, tan pulida y brillante, en la que
se encontraba. Demasiado esplendoroso y sencillo sería llegar a su destino sobre
escalones enmoquetados, bajo la luz reflejada en los cristales de una inmensa
lámpara victoriana, ¿no creen?
La estancia daba
a una especie de salón tras un arco emperifollado hasta decir basta. Sin
muebles era difícil de saber el cometido de aquella habitación. Al otro lado se
encontró con otra escalera pegada a la pared de la izquierda, con una salida de
madera blanca pegada a su costado.
Sin dudar, entró.
Sin dudar, entró.
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