Aún crece la hierba en aquel jardín, bajo aquel inmenso árbol. Las posadas lágrimas, cual abono, fertilizan sus recuerdos. Permanece la grieta. Tanto en aquel suelo como en la figura que lo pisa, clavada, ausente.
Él sigue allí, sigue esperando. Poco ha cambiado en este tiempo adimensional. Ella ya lo cruzó, sin detenerse. Pasó tan rápidamente que dejó un surco en la tierra, proyectándose en él.
Él permanece. Ya no llora. No llora, está muerto. Falleció mientras aquel árbol crecía. Algo resbala por sus mejillas, no son lágrimas, es ella.
Cien veces soñó con estrangularla, cien más con poseerla. Nada se le escapó, porque nada llegó a coger. Esperaba que floreciese aquella semilla que no había sido plantada.
Él es ella. Él se odiaba, ya no puede. Poco ha cambiado, sigue esperando.
Este árbol es demasiado grande. Sus frutos hacen recordar. Cada día ella pasará. Se posará bajo la sombra de aquel árbol. Mientras él morirá, morirá hasta que todo se marchite. Quedará el suelo estéril y ella no volverá. Él ya no esperará. El árbol será lo único que se mantenga.
Jóvenes amantes tallarán sus iniciales en él. Otras figuras esperarán junto a su corteza. Servirá de ejemplo.
Él es ella y en ella están las raíces de aquel árbol. Él desea que arda, pero alguien susurra que con el árbol morirá ella. Entonces él ya no tendría que esperar, pero es lo único que tiene.
Recogerá cada fruto que caiga, todos picoteados por las aves solitarias. Espera uno solo. La tierra espera con él, espera dar a luz. Espera que la hierba lo inunde, espera que ella vuelva.
Suena un estruendo, el árbol se agita, algunas hojas caen. Es el viento que vuelve a soplar con fuerza. El último fruto del árbol se tambalea junto la figura de él.
El fruto ha caído, él lo recogió, lo mordió y plantó sus semillas. Ahora vive, ahora llora. Parece que ella vuelve; y él espera, espera bajo aquel árbol.
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