Abrió los ojos, no se fue la oscuridad. Su cuerpo y su autoestima se arrastraron para, al menos, despertarse uno de ellos. El agua sale fría, aunque ha abierto la llave caliente, ya le da igual y sumerge su cabeza en el hielo líquido. Sus ojos en el espejo le dicen que hoy sí, su corazón sabe que hoy tampoco.
Mira el reloj, tiene cinco minutos, se hace un cola cao caliente mientras se viste y se va medio despejando. El viaje rutinario es largo. Prepara su iPod y que Metallica dicte el ritmo al andar. Él sólo desea llegar al metro y pensar que hoy la rutina morirá junto a su vergüenza. Tren, demasiadas caras asesinables, demasiada escoria, nada le saca de su pozo del odio a cada ser absorto en el Candy Crush, seres cuyo único pensamiento es que su mañana se debate entre pasarse el nivel ciento noventa y dos, o tirarse a las vías y poner fin a su inmundicia; y él bien les ayudaría a lo segundo.
Llega al metro y no está. Se impacienta, quedan dos minutos. Él está cada vez más nervioso, no aparece. El andén se hace interminable mientras da vueltas, un minuto. Con un gesto entre la desesperación y la desidia le da por mirar a la escalera mecánica como quien mira al horizonte, y sonríe. El verde oliva, el rojo pasión, y la mochila granate. Su mañana ha merecido la pena, pero sabe que aún queda lo mejor, o lo peor.
Se sienta, en frente de ella, su mejor cara le sale por instinto. Por su cabeza pasan cien mil historias que él quiere vivir, mientras tanto busca un contacto visual que parezca más fortuito que furtivo, y lo encuentra, no deja de encontrarlo, vive de ello durante todo el trayecto. El abrigo verde encierra el mundo que él necesita explorar, pero sólo unos labios rojos le muestran una instantánea de lo que su cobardía le está quitando.
El iPod decide echar una mano, suena "Instant Crush". Tiene todo en su cabeza, qué hacer, qué decir, cómo decirlo... Pero a lo único que se atreve es a vivir de miradas, a llegar a clase y pensar en ese verde fugaz de una vida que no vivirá hoy.
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