El autobús llegaba con varios minutos de retraso. Pasadas ya las cuatro pocas personas quedaban en la calle. Algún que otro grupo de ebrios muchachos y los habituales indigentes disfrutando de la fría comodidad de la calle.
El búho estaba vacío, al igual que toda la avenida; la conductora deseaba terminar el servicio y ocupar su cama mientras los primeros rayos de sol se posaban sobre esta cara del planeta.
A lo lejos, una mano levantada indicaba a la conductora que debía parar el vehículo en aquella marquesina. La chica subió, abonó su billete y se sumergió en la música de sus auriculares. A la conductora le habría gustado mantener una conversación para amenizar el trayecto.
Pasó cerca de media hora, llevaban juntas varias paradas, por un momento la conductora pensó que aquella chica se había dormido, ya que aquellas prominentes gafas no dejaban ver sus ojos. Pero de haber sido así no habría contestado a la conductora cuando la preguntó en qué parada tenía pensado bajar. “O’Donell” dijo. Aún quedaban unas cuatro paradas.
De un momento a otro comenzó a llover. Comenzó con un chispeo, pero instantáneamente se desató toda una tormenta de verano. Los parabrisas chirriaban, debían haber sido cambiados hace meses, pero el presupuesto del ayuntamiento llevaba algunos más en números rojos. Rojo, de este color tornó el semáforo.
Las ruedas del autobús deslizaban un poco, lo que hizo que Marta, la conductora, tuviese que concentrarse en mantener una velocidad moderada. Aquella chica se levantó de su asiento y se sentó en aquel más próximo a Marta. Mantuvieron una charla de lo más trivial. Hablaron sobre el tiempo tan revuelto que presentaba este mes de Junio.
Estaban en la parada de Goya, la chica se preparó junto a la puerta, se despidió de Marta y se dispuso a empapar sus ropas.
No llevaba paraguas, el cabello excesivamente mojado la tapaba totalmente los ojos, se había quitado las gafas. El rímel comenzó a deslizarse por toda su cara, dejándola un aspecto tétrico. La tormenta no parecía ir a menguar. Se refugió bajo el balconaje de un edificio. Un hombre cruzó la calle apresuradamente cubriéndose con una revista. Se paró junto a ella y mientras apartaba el agua de su rostro la pidió fuego. Aprovecharon la tromba de agua para apurar un par de pitillos.
Aquel tipo tendría unos cuarenta años. Las canas poblaban su cabello y comenzaban a inundar su barba. Parecía volver de algún tipo de garito. Ella había estado hace una hora en otro local de ese tipo. Había estado vendiendo su cuerpo, pero esta noche no había tenido suerte.
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